24.7.12

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Lo odio. 
Me hace sentir pequeña, e indefensa. Una niña que no sabe jugar a la vida y que va por ahí tropezando sin nadie a quien mirar.
Lo odio porque me duele. Me rasga por dentro y por mucho que no intente pensar en ello sigue siendo ese zumbido, esa mota de polvo en el fondo de la imagen, ese instrumento desafinado que se me cuela entre el sonido del mundo.
Lo odio porque no lo comprendo. Y porque lo entiendo. Lo entiendo tan bien que sé cuándo empieza y cuándo acaba. Sé las palabras mágicas que hay que evitar, sé bien los gestos que hay que guardar en el bolsillo del pantalón. Pero no llego a comprenderlo. Jamás podría sucederme algo así. Jamás... 
Esa empatía natural de la que me jacto cuando la ocasión se presta para ello choca de lleno con un muro de cristal demasiado frío hasta para mí. Y me deja sentada, sin llegar a comprender nunca como volver atrás.
Lo odio porque es innecesario. Porque me derrumba. Porque me devuelve a aquellos días, aquellos días de mierda y cuchara. 
Lo odio porque no sé ya en qué piedra tropezar para que me guíe el resto de tropiezos de regreso a casa.

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