10.4.13

#1

A veces basta con la mínima piedrecita en el zapato para sentir como un huracán te entra por las uñas más que mordidas de las manos y se aloja en tu cabeza. ¿Y cómo ibas a parar de mover los pies? ¿Cómo ibas a parar de frotarte los dedos entre sí? ¿Qué ibas a hacer con el nudo de tu garganta si no tratar de que tu respiración se acompase con los latidos en tu sien? 

Llegan entonces las ganas de dar cabezazos contra la pared, de golpearte la cara para que te duela al menos quince minutos. Pero no puedes, porque te verían y te pedirían por favor con los ojos en blanco y negro que te fueras. La gente te echa, no puede entender el camino más rápido a la salvación. Lo que no sabe es que también puedes usar los labios en pellizcos ínfimos. Duelen y no dejan marca, son perfectos. 

Cuando llega el dolor parece que el huracán se asoma a mirar y se olvida un poco de dar vueltas. Además, tienes una mano haciéndote daño así que no te queda más remedio que palpar con la otra la más que conocida tela de tu vaquero hasta quemarte las yemas de los dedos. Tus pies siguen moviéndose a toda velocidad, pero esa guerra está perdida. Hace un rato que no respiras, así que eso ya no es problema. 

Dos, tres, siete veces al día. Doce, quince. No tiene límite, nunca. 

Ojalá días muy cortos y poder coger tanto aire como para abarcar el huracán entero y luego escupirlo llamando furcia a la vida en un grito.

Se lo merece.








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