Ya
es de noche cuando llega a casa. Abre la puerta y da un tropezón con
el paragüero soltando una risilla despreocupada. En un día normal
nada podría alcanzarle. Tiene los ojos rojos e hinchados de haberse
fumado un disgusto muy grande, pero no pierde su encanto de bohemio
parisino. No hay contexto que le arranque la mirada de soñador de
las retinas.
Yo
sigo acurrucada en el sofá desde las siete, con la manta azul que
robamos del avión cuando fuimos a Londres. Son más de las doce,
pero me da igual. No tengo fuerzas para errar hasta la cama. Lo miro,
ahí, siendo la criatura más bella del universo.
Levanta
la cabeza de sus pies y me mira, con una sonrisa de tener más de
quinientos años.
- Ahí
está la chica guapa del baile – susurra con su voz gravísima,
moviéndose con galantería hasta el sofá – La de los ojos
brillantes y la sonrisa perfecta. La chica que todos desean, que
todas envidian. La del vestido más caro y la frase correcta siempre
en los labios.
Se
deja caer a mi lado, de golpe. Una de sus manos sigue en su bolsillo,
pero la otra se estira, como si pudiera saber que terminaré en su
hombro.
- Aquí
está la chica más guapa del baile, la que todos quieren besar –
continúa, con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás – Y
parece triste. ¿Qué le ha pasado, quién le habrá roto el
corazón?
Sigo
callada. Él sabe con exactitud que he estado con ella casi tanto
como que nunca fui la chica más guapa de la fiesta.
Deslizo
mi mano fuera de la manta para agarrar la suya, con fuerza.
Él
abre los ojos, más verdes que nunca. Me mira. Deseo que estén
llenos de reproche pero sólo hay restos de tristeza y marihuana. Y
un amor tan profundo que da miedo tirar de él. Porque te absorbe.
Porque, si yo quisiera, me absorbería.
Me
acerco y toco con mi mano el nacimiento de sus labios, que se enreda
en una mueca ladeada de quién ha perdido la otra media sonrisa en
una batalla a matar. Recorro sus mejillas blanquecinas y asciendo
hasta su pelo corto y rizado. Rebelde.
- Eres
precioso – susurro despacito admirando su rostro, que se
ensombrece.
Se
inclina y me besa, casi por inercia. Sin pasión, como quién intenta
tapar una herida demasiado grande con el meñique. Me besa porque él
realmente lo necesita. Yo pienso que es la primera vez hoy, que tiene
los labios calientes y que no debería pensar mientras me besa. Pero
no me separo. Lo hace él. Y me mira a los ojos taladrándome.
- Has
estado con ella hoy – dice con tono neutro. No es una pregunta. Es
una afirmación insultantemente dolorosa, insultantemente cierta. Su
voz va endureciendo con cada frase. - Has estado con esa mujer,
pero algo no ha ido bien. Esa mujer, que
ha hecho llorar a lo que más me importa. Otra vez. Esa mujer,
a la que debo respetar porque aunque no te des cuenta realmente tu
felicidad depende, en gran parte, de ella.. Esa mujer, a la que
pareces desear cada vez que aparto mi mirada de ti.
Me
quedo muda: una estatua pequeñita a la que han sorprendido en un
gesto de tristeza justo antes de desaparecer. En cualquier caso no
desaparezco, aunque sólo sea por no dejar sólos unos ojos verdes
tan y tan bonitos.
Él
se levanta del sofá. Se mira los zapatos con el ceño fruncido, como
si fuera a derrumbarse de un momento a otro.
- No sé que es más triste – susurra, con los puños apretados – Si
que todavía huelas a sexo o saber que estés aquí conmigo pensando en cuándo volverás a verla.
Se
marcha, a pasos suaves. Pero aún se escucha su voz antes de que se
cierre la puerta de la habitación con un sonido sordo.
- Trae
la manta cuando vengas a la cama.
Y
yo me borro de la faz de la tierra desde el sofá.